10 febrero 2013

Los Juegos del Hambre



Mi urgente necesidad de aprovechar las vacaciones para leer todo aquello que durante el año se me hace imposible debido a la gran (por no decir enorme) demanda de lectura que requiere la facultad, hizo que en un mes y medio leyera seis libros (y medio, pronto serán siete). Los primeros tres, como ya saben, fueron una pérdida de tiempo: 50 sombras de Grey y la puta que te parió con tus libracos de casi quinientas páginas de pura mierda. Luego, ya fuera por las ganas de saber de qué se trataba, o por las excelentes críticas y recomendaciones, o por el simple hecho de relacionarlo con el estilo fantástico y épico de Tolkien, me sumergí de lleno en el primer tomo de la serie Juego de Tronos… un verdadero alivio después de leer más de mil páginas de cachondeo meloso, berreta y machista.

Ahora bien, mis vacaciones en realidad no son “vacaciones” propiamente dichas, pues sigo yendo a trabajar, pero estoy en ese momento de mi vida donde el verdadero laburo para mí está en la facultad… Por lo tanto, podríamos decir que estoy gozando de unas vacaciones “mentales”, donde me permito descansar de lo agotador que resulta estudiar sin parar tantos meses al año. ¿A dónde quiero llegar con esto? A que si bien no tengo preocupaciones relacionadas con el Derecho, sigo cumpliendo horarios y teniendo otro tipo de responsabilidades laborales, lo que no me permite dedicarle todo el tiempo que realmente quisiera a leer todos aquellos libros que tengo en mente.

Y aquí es donde entra en juego el e-book. Qué buena adquisición. A ver, es cierto que podría llevarme cualquier libro conmigo todo el tiempo y leerlo en los momentos que tuviera libre fuera de mi casa, pero no es lo mismo; el libro electrónico es muy cómodo. También es cierto que para poder seguir con la adictiva historia de Juego de Tronos podría haber descargado el archivo al e-book… Pero aquella parte tan estructurada de mi personalidad no me lo permitió. No, no podía seguir leyendo electrónicamente un libro que ya había empezado en papel, con lo emocionante que resulta eso, sobre todo cuando se trata de un libro tan grande y complejo. Así que opté por hacer aquello que hice durante años, cuando mi cabeza estaba más relajada y me lo permitía: leer varios libros a la vez. En este caso, decidí empezar un libro en el e-book para poder leer cuando tuviera oportunidad durante el tiempo que estoy fuera, y retomar Juego de Tronos una vez que estuviera de vuelta en casa.

Quizás haya sido el amor que siento por las sagas (admiro esas historias que ocupan varios libros, particularmente disfruto más de las tramas y logro encariñarme mucho con los personajes), o quizás la necesidad que siento últimamente (bah, que siento desde siempre) de huir de la realidad con la apasionante ciencia ficción, o quizás haya sido también el impacto que me causó la película cuando la vi hace menos de un año. La cuestión es que consideré que la saga de “Los Juegos del Hambre” seguramente sería algo interesante y ligero para leer en cualquier momento, sobre todo porque los libros no parecían muy largos. Además, cuando fui al cine y observé el fanatismo que generaba el estreno, experimenté una extraña nostalgia que sólo pude asociar con lo que lograba producirme el fenómeno Harry Potter años atrás (cuyo final claramente significó el fin de mi propia infancia). “Tal vez esta saga sea para los chicos de ahora lo que para mí fue Harry Potter durante mi niñez y adolescencia”, pensé. Y ya fuese por la intriga que me originaba, o por la añoranza que caracteriza aquel aspecto sensible de mi personalidad (sí, lo tengo), empecé a leerlos…

Y los devoré. Si bien le ponía fichas a la saga, jamás hubiera esperado encontrarme con algo tan bueno. Como había visto la película, el primer libro no hizo otra cosa que comprobar lo realmente impactante que resulta ser ese mundo absolutamente distópico que describe, aumentando mi ansiedad y mis ganas de avanzar en la fantástica trama. Desde el principio me maravilló darme cuenta cómo con tan pocas palabras y sencillas frases, la autora lograba impactarte sin necesidad de escribir grandes párrafos o hacer densas descripciones. Lo mismo con los personajes: unos pocos conceptos y algunos simples hechos bastan para identificar las personalidades de cada uno de ellos, lo que no significa en absoluto que no sean muy, muy complejos.

Luego de terminar el primero, empecé sin esperar el segundo, esta vez desconociendo por completo el rumbo que tomaría la historia. Además, “Los Juegos del Hambre” me había parecido tan bueno, que no imaginaba cómo sería posible superarlo, sobre todo teniendo en cuenta que, aparentemente, su trama no podría repetirse demasiado. Y así comienza el libro, interesante pero con suspenso, sin dejarte en claro cómo se desarrollará las páginas siguientes… Hasta que de repente la historia da un batacazo que te deja en estado de shock por lo inesperado que resulta. O por lo menos eso me pasó a mí. Solté un “Naah… jodeme” en aquel momento, y no pude dejar de leer, sorprendiéndome lo superador que resultó ser el segundo libro con respecto al primero, algo que para los autores debe ser difícil de lograr. Y ese final… Hizo que agradeciera tener el tercer libro ya en mis manos, porque de otra manera la ansiedad hubiera sido insoportable, como en su momento lo era Harry Potter: salía el libro en julio, la traducción llegaba en febrero del año siguiente, lo leías en cinco días… y tenías que esperar nuevamente dos años hasta poder empezar el siguiente (ahora que lo pienso, Rowling debió de sentirse bastante presionada a la hora de escribir, lo que hace que la saga de siete libros resulte ser todavía más valorable).

Y qué decir del tercero. Todo lo que ya de por sí resultaba distópico, redobla la apuesta, aunque dejando ver algún rastro de una posible utopía. El relato se vuelve inesperado y, sobre todo, desesperante, porque cada vez que las cosas parecen marchar bien, todo se derrumba. Aún así, mantiene un cierto hilo de estabilidad dentro de lo que parece ser un avance inestable… hasta que llega un punto donde todo se va al carajo. Pero en el buen sentido de la frase: lo que venía ocurriendo da un vuelco de ciento ochenta grados, algo que logró dejarme con la boca abierta… y que no pude cerrar hasta el final. Y sigo maravillada con lo mismo: esa forma de decir las cosas con pocas palabras y frases sencillas. ¿A qué me refiero con “cosas”? A grandes conceptos: la guerra, la paz, la pobreza, la lealtad, la traición, la amistad, y el amor. Concisa y concreta, la autora da en la tecla en cada una de las concepciones que trata durante la historia. Y qué decir de los personajes… con escasos vocablos y simples actos, logra delinearles personalidades sólidas y atrapantes. Katniss es increíble, y Peeta… hacía mucho que un personaje no lograba enternecerme tanto como él. Y de forma sencilla, sin rebuscar demasiado.  

Ayer me tocó leer el final. Siempre que leo una serie de libros, por más que parezca tan buena, no puedo dejar de preguntarme cómo será el final. Si siempre es difícil terminar cualquier cosa, en especial una historia, no quiero ni imaginarme lo que debe ser darle fin a una saga de libros, donde la línea entre el éxito y la decepción puede llegar a ser muy fina. Lejos de ser decepcionante, el final de la trilogía “Los Juegos del Hambre” resulta perfecto: porque lejos está de ser tontamente feliz (eso sí que decepcionaría), sino que logra mantener una coherencia impecable con todo lo anteriormente relatado.

Teniendo en cuenta la sensación reflexiva que me dejó la saga, me di cuenta que no fue tanto la nostalgia por los libros infantiles lo que me llevó a apreciarla, dado que, a medida que iba leyéndola, me di cuenta que la historia lejos está de ser para niños, sino más bien otra cosa: esa necesidad de ver el mundo real desde otra óptica; la de una absoluta (o quizás no tanto) irrealidad.   

13 diciembre 2012

JUSTICIA POR MARITA VERÓN


Todavía no salgo del estupor que me causó escuchar la palabra “absolver” durante la lectura de la sentencia del caso Marita Verón. ¿Cómo se puede desechar así, en tan pocos minutos, una lucha que lleva diez largos años? ¿Cómo se puede invalidar con semejante descaro los testimonios de las víctimas de uno de los crímenes más aterradores, como lo es la trata de personas? Me pregunto, ¿cómo podrán aquellos jueces permitirse mirar alguna vez a los ojos, no sólo a la señora Susana Trimarco, sino también al resto del pueblo argentino que aguardaba con ansias la lectura de un fallo ejemplar? Mis ojos se llenaron de lágrimas de indignación, de enojo, de vergüenza. Por eso, comencé a buscar con la mirada la imagen de Susana, esperando hallar en su rostro el mismo desconcierto que sentía yo. 

Pero eso no sucedió. Por el contrario, observé en ella una increíble serenidad, como si las desgarradoras palabras de la repudiable sentencia no la sorprendieran. Su semblante era imperturbable, un aspecto que la ha caracterizado durante todos estos años. Su mirada, fija en la realidad, sí, pero posada siempre más allá de los hechos. Y luego la escuché, diciendo que este despreciable suceso la volvía más fuerte, como si eso fuera aún posible en una mujer que ha demostrado poseer toda la fortaleza que un ser humano es capaz de albergar. Le preguntaron a cuántas chicas había salvado del terrible destino de la prostitución. “Ciento veintinueve”, contestó. “Yo sola”. 

La mención de ese número generó un cambio radical en la emoción que sentía hasta ese entonces. Sabía que la Fundación “Marita Verón” había rescatado a miles de chicas, pero jamás hubiera imaginado que Susana Trimarco, sola, hubiese recuperado a tantas jóvenes. En ese momento, la vergüenza que me había generado ese fallo fue superada por un sentimiento mucho mayor: el orgullo de saber que nada ni nadie podría jamás mitigar el inmenso amor de esta madre. 

Y de repente, tuve la certeza de que aquellos jueces, supuestos encargados de impartir justicia, no tuvieron en cuenta una cosa: mientras ellos, con todas sus atribuciones, fueron incapaces de condenar a 13 imputados graves, una simple mujer adulta, madre, abuela, luchadora incansable, pudo devolver al mundo centenares de vidas robadas.

Semejante acto de amor no puede quedar impune. 

JUSTICIA POR MARITA VERÓN.

14 junio 2011

Jorge Luis Borges.

(Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 - Ginebra, 14 de junio de 1986)

Homenaje a los 25 años de su muerte.

“¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño?”
(inspirado en fragmentos de poemas, entrevistas, cuentos y vida de Jorge Luis Borges)

El 14 de junio de 1986 había sido un duro día de trabajo, cosa irregular en realidad, porque a pesar de lo tediosas que pueden volverse las horas cuando uno está sentado durante tanto tiempo en una biblioteca atendiendo a la gente y contestando a sus preguntas, resulta verdaderamente imposible dejar de maravillarse con ese mundo fantástico de palabras y lectura. El solo hecho de estar inmerso en un ambiente literario, tal como lo es la Biblioteca Nacional, nos lleva a aquel estado de quietud y serenidad que hoy en día parece cada vez más difícil de alcanzar: la paz. Sí, ciertamente, al verme rodeado de todas aquellas obras y de aquel silencio tan particular (roto tal vez por el sonido de las frágiles páginas que delicados dedos pasan, o por el suave golpe de los libros saliendo de o volviendo a sus respectivos estantes), logro sentir paz.
Pero no el 14 de junio de 1986. Nunca olvidaré ese día.
Aquella mañana, extrañamente, algo comenzó a perturbarme; en ese entonces aún no sabía qué. Se trataba de una clase de presentimiento: no sabía cómo, no sabía por qué, pero sí sabía que algo había sucedido, pues la calma que sentía en mi lugar de trabajo jamás se había visto afectada.
En lo que restó del día, estuve distraído, cosa curiosa en mí, pues soy capaz de abstraerme de los lugares y de las situaciones con una facilidad que muchas veces resulta alarmante. “Estás como ido, Jorge”, solía decir mi abuela cuando me encontraba en ese estado de peculiar ausencia. Pero, si ella se hubiera hallado el 14 de junio de 1986 junto a mí, seguramente no habría hecho ese comentario; nunca me había sentido más atado a la realidad.
Cuando finalizó mi horario de trabajo, tomé el sombrero y la capa, y me dirigí al mundo gris de gente y ruidos que constituye la ciudad de Buenos Aires, donde la lluvia caía estrepitosamente y la calle Agüero comenzaba a inundarse. Intranquilo, tomé un taxi para llegar lo más rápido posible a mi pequeña residencia en Balvanera. Sin embargo, la congestión del tráfico retrasó el recorrido de treinta cuadras, y los que podrían haber sido cinco minutos de viaje se transformaron en veinte.
Mi intranquilidad iba en aumento. Por lo tanto, cuando el coche se detuvo frente a la entrada del sobrio pero elegante edificio, prácticamente corrí hacia la puerta, y luego no pude evitar impacientarme mientras esperaba el ascensor.
¿Qué ocurría?
La respuesta me esperaba en el fondo del zaguán de mi departamento. El sobre blanco, pequeño, que quizás en otro momento hubiera sido insignificante, resultaba aterrador a mi vista, porque por alguna extraña razón sabía que abrirlo marcaría en mi vida un punto de inflexión, un antes y un después.
En verdad digo que nunca me he caracterizado por ser un hombre cobarde, pero en aquel momento sentí un miedo terrible. Pensándolo ahora, cuando el tiempo ya me ha permitido una vez más abstraerme del mundo, puedo decir que posiblemente mi parálisis de aquel momento haya durado solamente treinta segundos; pero en ese entonces pareció una eternidad, y el debate que tenía lugar en mi acelerada mente no lograba llegar a ninguna decisión.
Finalmente, me quité con cuidado la capa, la dejé sobre la mesita caoba de la entrada, y coloqué el mojado sombrero encima. Ya sin vacilación, caminé los cinco pasos que me separaban de la carta, y me agaché para recogerla. La abrí con dedos firmes (temblorosos en mi imaginación), y sin prestar atención al remitente saqué el trozo de papel blanco que se resguardaba en su interior. Enseguida reconocí los trazos de mi querido amigo Julio Viterbo, quien hacía ya treinta años que residía en la bella capital de Escocia. Detenidamente, leí su contenido.
Cuando terminé, una infinita tristeza se apoderó de mí. La sensación de vacío me golpeó con fuerza, la carta se resbaló de mis manos, y mis ojos ardieron y se nublaron, pero ninguna lágrima cayó.
Beatriz había muerto.
Sin siquiera ser muy conciente de ello, me dirigí como un autómata hacia mi habitación y me recosté sobre la sencilla cama. A pesar de que tan solo debían ser las seis de la tarde, la lluvia parecía haber llevado la noche a la ciudad aún más temprano de lo que ya acostumbraba hacerlo el invierno por sí mismo; pero no encendí ninguna luz.
Cerré los ojos y automáticamente comencé a ver la seguidilla de imágenes que cruelmente pasaba delante de mí sin pausa, sin permitirme un respiro, sin dejarme asimilar el trágico hecho. Beatriz, Beatriz, Beatriz. Siempre era ella, siempre había sido ella. Beatriz era la razón por la que jamás me había casado, Beatriz era el porqué de mi negación a amar una nueva mujer. Beatriz era la razón de mi vida, la razón de mi existencia. Y ahora estaba muerta, sí, muerta. ¿Por qué? ¿Por qué no podía ser inmortal, como lo era y lo sería eternamente mi amor por ella? ¿Por qué, si la inmortalidad no es más extraña ni increíble que la muerte?
Con lentitud, en medio de aquel torbellino de inmensa nostalgia, fui adentrándome al mundo de la vigilia y, luego (aunque no sabría precisar bien en qué momento), al mundo de los sueños. Allí me perdí instantáneamente en un conjunto de calles entrecruzadas que se hicieron presentes en mi mente: un laberinto. En el fondo de mi conciencia, todo aquello me pareció increíble, pues de por sí la idea de perderse no es rara, pero sí lo es la de crear un lugar para que la gente se pierda. Sin embargo, no fue sólo eso lo que me maravilló; lo verdaderamente extraño fue tener la certeza de que ese laberinto estaba perdido, cosa curiosa, porque un laberinto es un lugar donde la gente se pierde y no un lugar que se pierde. Esa idea doblemente mágica me abatió, pues era a su vez doblemente terrible. Estar perdido en un lugar perdido. ¿Cómo sería posible salir de allí? La muerte de Beatriz me había desorientado. Ella era la mujer de mi vida, la persona a quien soñaba todas las noches con ilusión. Pero esta vez el sueño era un abismo negro, y a pesar de que la veía, mi inconciente ya no podía imaginarla como antes. “¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño?”, pregunté desgarrado.
De repente, el laberinto auto-escrutador de mi mente se abrió. Y vi infinitamente en sueños la fusión de lo que había sido y aún era mi vida. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una gran pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie.
Había abierto los ojos, y mi mirada yacía en el lugar vacío a mi lado, donde solamente una vez había reposado la dueña de mi desesperado amor.
Ahora, ella reposaría en otro lugar por siempre. Algunos se preguntarán, quizás, dónde estará la diferencia cuando en verdad ella no estuvo nunca realmente conmigo. Pero la hay, sí que la hay, pues Beatriz ya no camina por este mundo; ahora no compartimos siquiera eso. Durante aquel rápido sueño había estado perdido porque antes me había decidido a buscar algo: la forma de seguir con ella. Y despertándome había hallado la respuesta.
Nuevamente cerré los ojos, intentando hundirme una vez más en el mundo de los sueños, pues despertar es como soñar con la vida de la misma manera que dormir es como soñar con la muerte.
Y yo había optado por la segunda.

María Teresita Arrouzet.
Homenaje.


"Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real."
J.L. Borges.

18 mayo 2011

Cine y Libros.

"La emoción dramática sirve de escape para sus propias emociones, tensamente controladas."

Ella/Yo.

30 abril 2011

La literatura de luto.

“Es curioso, pero vivir consiste en construir futuros recuerdos; ahora mismo, aquí frente al mar, sé que estoy preparando recuerdos minuciosos, que alguna vez me traerán la melancolía y la desesperanza.” El Túnel.

Ernesto Sábato (1911 - 2011)